Hace unos días tuve una conversación con un señor situado claramente en un capitalismo de la vieja escuela, el que se basa en la economía productiva y el taylorismo. Su incomprensión ante lo que nos está sucediendo era pasmosa. Abominaba de los nuevos cerebros de la banca, esa banca que ya no sirve para “activar la economía” si no que ha creado su propio sistema económico.
Me decía que "en sus tiempos" las empresas hacían cosas, producían productos, que ahora ya no se sabe que hacen las empresas. Dinero, le respondí. Que él estaba en contra de los aranceles y creía en el libre mercado pero que esto es un disparate. ¿Qué?, Le dije. "Pues eso, este desbarajuste. Ahora ya no hay valores de progreso, sólo a ver quién roba más".
No entendía como su propia codicia (no se si la suya en particular, pero si la de su generación) para obtener márgenes de beneficios cada vez más elevados sentó las bases de la deslocalización. Las condiciones laborales aquí (en occidente) se pusieron demasiado correctas para ser rentables, los medios de transporte convenientemente subvencionados conectaron el mundo y los avances tecnológicos conectaron los jefes de aquí y de allí. Asimismo, las subvenciones a la exportación crearon un mercado ficticio generando paradigmas como el que en un mercado de Senegal es más barato comprar tomates holandeses que tomates locales. Pero es que además, el tomates holandeses, en realidad son de Murcia.
El buen empresario no entendía que una vez externalizada la producción, el producto dejó de ser importante para serlo la marca y "el valor de la marca". Que cuanto menos se invierte en la calidad del producto y de la vida de los trabajadores que la producen, más se invierte en publicidad y "valores añadidos a la marca". El boom de nuestros amigos publicistas se ha pagado con maquiladoras en Sudamérica y en Asia. La publicidad no es cool, es sólo parte del mecanismo de descorporeización de las empresas. Y encima desgraba. No comprendía, que cada vez que decidía no invertir sus beneficios en I + D o en mejoras laborales y si al pagar sueldos más astronómicos a los directivos, estaba alejando el centro de las decisiones empresariales de la realidad social.
Podría haberle recordado que la ley de liberación de las rentas del capital y la libre circulación del mismo acordada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher fue aplaudida por las CEOEs de todo el mundo "libre". Que los estados vieron cómo sus ingresos disminuyeron drásticamente por no poder recoger impuestos sobre el capital y por ello iniciaron la sistemática privatización de servicios públicos y sobrecargaron la presión fiscal de las rentas del trabajo.
Quizás debería haber hecho mención de sus "pequeños" negocios inmobiliarios y de cómo hace sólo algunos años, él repetía como un mantra que "alquilar es de burros y que por algo más generas patrimonio y que la piedra nunca pierde valor" y todos estos lugares comunes que han hecho que la crisis sea en nuestro país no sólo coyuntural sino estrictamente estructural, cultural y sistémica. Que la liberalización de suelo y la fiebre del ladrillo, que comenzó con Miguel Boyer, siguió con Carlos Solchaga, creció exponencialmente con Rodrigo Rato y que no se detuvo con Pedro Solbes, fue para muchos la panacea de nuestra economía .
Debería haber explicado que de aquella noche loca de Reagan-Thatcher a la locura de la bolsa pasaron no más de 10 años y que una vez otorgado el poder a brokers en lugar de los jefes de producción, la economía especulativa lo invadió todo. Habría debido dejarle claro que de hundir empresas a hundir economías de países hay un par de gintonics. Podría haberle explicado que él y todos los que son como él, nunca le pidieron al banco que hacía con el dinero que colocaban en "fondos de inversión" y que con ese dinero se han hecho cosas como financiar guerras , especular sobre los alimentos básicos de gran parte del mundo o descapitalizar países enteros. Sólo pedían más y más interés y más y más desgravaciones fiscales.
Podría haberle proclamado vehemente que la profecía de Marx respecto al taylorismo por la que la división del trabajo descalificaba progresivamente al trabajador y le hacía perder conciencia de sí mismo, se ha hecho realidad con el capital. Nadie parece tener el control completo del ciclo del capital que pasa por sus manos y así se ha conseguido que nadie sepa exactamente que pasa con él y que nadie se sienta demasiado responsable de los efectos que su parte de la cadena provoca en otros.
Todo esto le debería haber dicho, pero no lo hice porque resulta que era el padre de un buen amigo y porque, salvando las distancias y desde una posición mucho menos acomodada, mi padre podría haber dicho y hecho una algo muy parecido.
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