Claret Serrahima-Oscar Guayabero (Avui, 24 de agosto de 2011)
¿No es hora de que la publicidad nos diga cómo podemos mantener el coche lo mejor posible, porque si hemos de comprar uno nuevo no habrá ningún banco que nos deje dinero?
En un pequeño mercado de pueblo se puede ver un cartel que, para reforzar las bondades de una especie de funda de colchón, dice exactamente "anunciado en TV". Recuerda publicidades antiguas, de cuando el hecho de anunciar un producto para televisión era por sí mismo un valor. Hoy ya sabemos que si se anuncia simplemente es porque la empresa que lo vende tiene suficiente dinero para pagar el spot y necesidad de vender al por mayor. Quien vende calidad suele vender al por menor, pequeños públicos a quienes no les hace falta ver el producto en la televisión.
De hecho, resulta que si tiene suficiente dinero para pagar la inserción de su producto en TV o en los periódicos, ese dinero se le desgravan como inversión. Es de suponer que el producto se venderá más, y que, por tanto, la venta le dará más beneficios para pagar más spots. Un sistema hecho a medida de las grandes corporaciones. Aquí también entra el conocido patrocinio, que curiosamente siempre patrocina lo que ya no necesita patrocinio, como un concierto de los Rolling Stones, la visita de pontífice o el Barça. A las pequeñas empresas siempre les queda poner anuncios en los medios locales.
Dice la teoría del marketing que si no te ven no existes y para existir te tienes que anunciar. Hasta aquí de acuerdo, pero ¿por qué la publicidad tiene que ser tan obscenamente mentirosa, tan estúpida, tan previsible, tan deshonesta? Y a la vez porque es tan voraz que no puede dejar de usar ni tendencias, ni fenómenos sociales, ni personajes públicos con cierto respeto que no emule, plagie, o seduzca, con un buen fajo de dinero, es de suponer. Que cada uno haga lo que quiera pero ver Leopoldo Abadía anunciando gasolina con los mismos argumentos con que contaba la crisis no es precisamente un punto a su favor. Una vez hemos visto Eduard Punset asegurándonos que no sé qué pan industrial es 100% natural, pierden credibilidad sus programas y libros de difusión científica?
Y de aquí a la masía de los fuets con un abuelo de postal y un embutido curado a golpe de cámara frigorífica y productos químicos o los milagros de los productos de limpieza. Hay anuncios de caramelos más azucarados que los mismos caramelos. Quizás ha llegado el momento de mirar anuncios para saber que no tenemos que comprar.
Pero de verdad, con lo que nos cae encima día sí día también, ¿se puede seguir vendiendo coches haciéndonos creer que nos harán más interesantes, más atractivos, más cosmopolitas? Y sobre todo, ¿más libres? ¿Qué si nos gusta conducir? No siempre y sobre todo no en los atascos que este otoño, una vez más, nos volverán a dejar clavados a las entradas y salidas de las ciudades. No es hora de que nos digan que más vale que cojamos el tren, el bus, el metro o la bicicleta? No es hora de que la publicidad nos diga cómo podemos mantener el coche lo mejor posible, porque si hemos de comprar uno nuevo no habrá ningún banco que nos deje dinero? Esto no activa la economía, dirán algunos. No es del todo cierto: activa otra economía, de pequeña escala. Un coche que tiene unos cuantos años necesita más cuidado y, por tanto, visita más veces el mecánico, tiene que pasar la ITV cada año, necesita piezas de repuesto y el ingenio del mecánico de la esquina de casa. Quizá no crea beneficios macroeconómico, pero a pequeña escala funciona.
¿Qué grado de responsabilidad tiene la publicidad de todo el desbarajuste económico que estamos viviendo? Una entidad bancaria nos pregunta ahora si queremos ser banqueros. Después de la ligereza con que daban créditos y de la cantidad de dinero público que han sido necesarios para rescatar a los bancos y cajas de su propia avaricia, ¿no resulta obsceno el eslogan en cuestión?
En el libro Walden o la vida en los bosques Henry David Thoreau argumenta, ya en el siglo XIX, que hacer un trayecto de varios kilómetros en tren es más lento que hacerlo a pie. La teoría es la siguiente: si vas a pie tardas lo que tardes en llegar, unas horas. Si vas en tren, tardas lo que tarda en llegar el tren y todo el tiempo que has tenido que trabajar para ganar el dinero que vale el billete, tal vez un día y medio. Siguiendo la parábola, la publicidad sigue haciéndonos creer que ir más rápido nos hace mucho más guapos, sexys y modernos. Y nosotros venga trabajar para pagar billetes a lugares donde no sabemos por qué diantres vamos pero que parece que es imprescindible que vayamos sin perder un minuto. "Time is money", que dicen Les Luthiers.
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